miércoles, 17 de junio de 2009

DE ÁRABES A TURCOS

Cuando los conquistadores árabes se hubieron extendido por Oriente y se mezclaron con las tropas serviles de la Persia, de la Siria y del Egipto, perdieron poco á poco la energía y las virtudes guerreras del desierto. La actividad del fanatismo había disminuido en demasía, y las tropas de los califas, hechas mercenarias, se reclutaron en el Norte. Tomábanse de los turcos, que vivian mas allá del Oxus y del Jalarte, y aquellos robustos jóvenes aprendían el arte de combatir y la fe musulmana dejado por los soldados árabes. Estos turcos, que llegaron á ser los guardias del califa, rodeaban el trono de su bienhechor, y sus jefes usurparon pronto el mando del palacio y de las provincias. Mostassem dio el primer y mas peligroso ejemplo; trajo mas de cincuenta mil turcos á la capital; su licencia exitó la indignación pública, y las contiendas de los soldados y del pueblo determinaron al califa á alejarse de Bagdad y establecer su residencia y el campamento de sus Bárbaros favoritos «i Sumara, sohre el Tigris. Molawakkel, su hijo, fue un tirano perpicaz y cruel. Aborrecido de sus subditos, halló seguridad en la fidelidad de sus guardias turcos: estos extranjeros ambiciosos y resentidos del odio que inspiraban, sé dejaron seducir por las ventajas que les prometía una revolución. A instigación de su hijo, ó por lo menos para darle la coron.i, se precipitaron á la hora de comer en el cuarto del califa, y lo dividieron en siete pedazos con los mismos machetes que acababa de entregarles para defender su vida y sn trono. Moslanser fue elevado en triunfo sobre un trono que todavía chorreaba la sangre de su padre; pero durante los seis meses de su reinado no experimentó mas que las angustias de una conciencia criminal. Si, como se dice, vertió lágrimas á la vista de una antigua tapicería que representaba el crimen y el castigo del hijo de Corroes, ¡rt la p na y el remordimiento abreviaron en efecto su vida, no podemos menos de permitirnos alguna compasión hacia un parricida que, en el momento de su muerte, gritaba que habia perdido la dicha de este mundo y la felicidad de la vida futura. Después de este acto de traición, los mercenarios eslrangeros dieron y quitaron la vestidura y el bastón de Mahomet, que eran todavía los emblemas de la magestad; y en el espacio de cuatro años, crearon, desposeyeron y asesinaron á tres cal fas. Todas las veces que los turcos se hallaban agitados por el temor, la rabia y la codicia, cogían al califa por los pies, y después de haberle arrastrado fuera del palacio, le exponían á un sol abrasador; le herian con mazas de hierro, y ¡e obligaban é comprar con su abdicación el retraso por algunos momentos de un destino inevitable y fatal. Por fin se calmó esta tempestad, ó tomó otro curso; los Abbassidas volvieron á Bagdad, que les ofrecía una morada menos peligrosa: una mano mas firme y mas hábil reprimió la insolencia de los turcos; estas tropas temibles fueron divididas ó destruidas por las guerras extrangeras. Pero las na<>

En vano el apóstol de la Meca habia tenido cuidado de repetir mil y mil veces que él seria el último de los profetas: hacia el año 890 (270 próximamente de la hegira), un predicador árabe llamado Carmath, tomó en las cercan/as de Cufa los títulos pomposos é mmtelgiblesde Guia, de Director, de Demostración, de Víreo, de ¿spírilu-Santo, de Camello, de Heraldo y de Mesías, y que habia, decm, conversado con él bajo la forma humana, y en fin, de repretentante de Mahomet, hijo de Alí; da representante de San Juan Bautista y dü\'ángel Gabriel. I'ubllcó un volumen místico, donde dio á los preceptos del Koran un sentido menos material; suavizó las ' leyes sobre l:is abluciones, los ayunos y la peregrinación; permitió el uso del vino y de alimentos prohibidos; y para mantener el fervor en sus sectarios, les imp'iso la obligación de rezar cincuenta oraciones por día. La o-iosidad y la efervescencia de la turba rústica que se atrajo el nuevo profeta, llamaron la atención de los magistrados da Cufa: una ti :¡ida persecución estendió los progresos de la secta; pero el nombre de Carmath no fue reverenciad ¡ basta que su pwsona hubo desaparecido del mundo. Sus doce apóstoles sa dispersaron entre los beduinos, y el resultado que obtuvieron parecía amenazar á la Arabia con una nueva revolución. Los carmnlhianos se hallaban muy depuestos á la rebelión porque desprecinbari los títulos de la casa de Abbas y aborrecían la pompa de los califas de Bagdad. Eran susceptibles de disciplina, porque habían jurado una sumisión absoluta y ciega á su imán, que la voz de Dios y la del pueblo llamaban á las funciones proféticas, En lugar de los diezmos fijados por la ley, les pidió la mitad de su propiedad y de su bolín; las acciones mas criminales no lo eran mas que el acto de la desobediencia, y el juramento dt'l secreto unía á los rebeldes y les ocultaba á las pesquisas (900, etc.) Después de una sangrienta batalla, se hicieron dueños de la provincia de Bahrein, silu\da á lo largo del golfo Pérsico: las tribus de una vasta ostensión del desierto, fueron sometidas al cetro, ó mejor dicho, al alfange de Abu-Said y de Abu-Taher, su hijo; y estos rebeldes imanes pudieron poner setecientos mil fanáticos en campaña. Los mercenarios del califa se espantaron á la aproximación de un enemigo que no pedia ni daba cuartel. La diferencia de fuerza y de paciencia que se notaba entre los dos ejércitos, manifiesta el cambio ^jue tres s'glos de prosperidad habian producido en el carácter délos árabes Aquellas turbas eran vencedoras en todos los combates; las ciudades de Ranea y de Baulbek, de Cufa y de Bassora, fueron tomadas y saqueadas; la consternación reinaba en Bagdad, y el califa temblaba tras el último tapiz de su palacio. Abu-Taher hizo una incursión mas allá dul Tigris, y llegó hasta las puertas do la capital, no llevando consigo mas que quinientos caballos. Moctader habia mandado que se cortasen los puentes, y el califa espeí aba á cada momento la persona ó la cabeza del rebelde. Su lugarteniente, sea temor, sea piedad, instruyó á Abu-Taher de su peligro, y le recomendó huyese p onto. «Vuestro amo, dijo al mensageio el intrépido carmathiano, se halla á la cabeza de treinta mil soldados; pero no tiene en todo su ejército tres hombres como estos.» Volviéndose al mismo tiempo hacia tres de sus acompañantes, ordenó al primero clavarse un puñal en su seno; al segundo precipitarse en el Tigris; al tercero, arrojarse en un precipicio. Obedecieron sin murmurar. «Contad lo que habéis visto, añad ó el irnan; antes de la noche, vuestro general se hallará encadenado entre mis perros.i Y con efecto, untes de la noche; el campamento fue tomado y la amenaza cumplida. Las rapiñas de los carmnlhiancs eran santificadas por la avers;on que les inspiraba el culto de la Meca; despojaron una cara-, vana de peregrinos, y veinte mil de1, otos musulmanes quedaron abandonados en medio de las abrasadoras arenas riel desierto para perecer allí de hambre y de sed. Otro año (929), dejaron á los peregrinos cont nu;ir su marcha s'n interrupción. Pero en medio de las solemnidades que celebraba la piedad do los íieles, Abu-Taher tomó por asalto la ciudad santa, y pisoteó los objetos mas venerables de la fe de los musulmanes. Sus soldados pasaron á cuchillo cincuenta mil ciudadanos ó estrangenw, y profanaron el recinto del templo, enterrando en el tres mil muertos; los pozos de Zemzem fueron llenados de sangre. Se arrebató el tejado de oro; los impíos sectario» se dividieron la toca de la Caaba, y llevaron en triunfo á la catedral la piedra negra, que era el primer monumento de la nación. Después de tantos sacrilegios y de tantas crueldades, continuaron infestando las fronteras del Irak, de la Siria y del Egipto; pero el principio vital del fanatismo se habia secado en su raíz. Por escrúpulo ó por codicia, volvieron á abrir á los peregrinos el camino da i lleca, y devolvieron la piedra negra de la Caaba: es imilil indicar las facciones que los dividieron y los ejércitos que los anonadaron. La secta de los carmathianos puede ser considerada como Ja segunda de las causas visibles que contribuyeron á la decadencia y á la caida del imperio de los califas. El de los árabes, debilitado por las desmembraciones de que hemos hablado mas arriba, fi.é cada vez mas en decadencia desde\a mitad próximamente del noveno siglo. Los califas de Bagdad habían cometido la falta de confiarla guardia de su persona á una milicia estrangera, la de los turcos, que, aprovechándose bien pronto de la molicie de los príncipes, se apoderaron de toda la autoridad y abusaron hasta el punto de destit ir á los califas según su capricho, y apoderarse de los gobiernos. Así se levantó en el seno del califato de Bagdad, una multitud de soberanías nuevas, cuyos gefes ejercían, bajo el título de emir (comandante, gefe y príncipe), el poder supra- mo, no co cediendo al califa mas que una preeminencia de dignidad, que se referia mas á lo espiritual que á lo temporal. Otra de las señales esteriores del respeto y sumisión que ellos le rendían era, que su nombre continuaba publicándose en las mezquitas y grabándose en las monedas. Los emires recibían del califa los despachos de la investidura, los ropages, las espadas y los estandartes, que no impedían que aquellus usurpadores maltratasen á sus antiguos dueños, ni respetasen su persona, ni aun su misma vida, cuantas veces su interés lo exigía. Las mas conocidas de aquellas dinastías son las de los Tliaherianos, Soffaridas, Samanidas, Buidaa y Gaznevidas. La revolución fue general en tiempos del cal fa Rndi. Este príncipe, queriendo detener los progresos del mal, imaginó ciear (936) un nuevo rrrnistt o, á quien revistió de la dignidad do emir-al-omra, ó comandante de los com mdantes, y le confirió un poder mut ho mas amplio que el que tenia su visir. Aquel ministro, elegido entre los emires, oficiaba en persona, representando al califa en la mezquita de Bagdad, y su nombre se pronunciaba igualmente en el servició divino por tedas las partes del imperio, Este medio, que el califa empleó para restablecer su autoridad quebrantada, no hizo mas que acelerar la ruina; los Buidas, cuya dinastía t>ra la mas poderosa entre los emires, se apoderaron de la dignidad de emir-al-om- ra (948), asi como de la ciudad y de la soberanía de Bagdad Despojado entonces el califa de todo poder temporal, no fue "mas que el grande ¡man ó saberano pontífice de la religión musulmana, bajo la protección del príncipe Buida, que le tenia como su prisionero en Bagdad.

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